El canto de la sirena
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El canto de la sirena
«Ψcalipthesixiseptesis». Nunca se puede llamar a una sirena deletreando de forma sencilla, y cuantas más dificultades fonéticas comporta el nombre al pronunciarlo, más su belleza retiene y encanta. Por eso Serpiente llegó desde infinito igual que un bólido sin dueño. Salió de la vuelta celeste explotándola en una catarata caleidoscópica de chispas flameantes y, sin detenerse ni un suspiro, se precipitó al océano, hundiéndose en las llanuras abismales para perseguir el canto. Había sido un viaje largo, taladrando espacios, universos y multitud de tiempos, mezclándolos, vertiéndose uno a otro a su pasaje, y empapándose entre ellos de frenesí y caos. Sus brechas engendraron agujeros y huracanes magnéticos, vorágines expandiéndose, tragando todo, planetas mastodónticos chocando y fundiéndose a sus hermanos y estrellas que acababan quemadas en otras unos instantes antes desconocidas. Mientras Dios, desconcertado, al encontrarse con múltiples «sí mismos» todavía aún más confundidos y decepcionados que Él, sigilaba apresuradamente nuevos equilibrios, en espera de que el taumatúrgico hielo cósmico volviese a saturar las heridas, por donde eventos y perceptible (devorados por grietas temporales) aniquilaban girando vertiginosamente. Mientras el caos reconfiguraba el Universo sembrando muerte, Serpiente en las planicies oceánicas, ofrecía a su novia poesía helada en cristales, tal que sus receptores la pudieran captar. «En mí florecen también los difuntos», le decía deletéreo cortándole rosas.
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